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Alejandra

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NEPAL, MATICES DE VARIOS MUNDOS

Pego la cara a la ventana, necesito estar más cerca. En mi vida hubiera imaginado algo así. El espectáculo es sobrecogedor, me pone la piel de gallina. Entre las nubes aborregadas emerge el Himalaya, imponente, majestuoso, pavoneándose de sus nevados ochomiles y rivalizando, descaradamente, con el vuelo que me lleva a Katmandú.

 

Es difícil visualizar en su lugar un mar azul, profundo. Pero los geólogos aseguran que ésta, la cordillera más alta del mundo, se formó al desplazarse la India, en el hemisferio sur, y colisionar con el continente asiático, dejando una hermosa cicatriz de 2.500 kilómetros con 14 de las cumbres más altas del planeta. Afortunado encuentro de dos mundos.

 

Pero Nepal, el pequeño estado del Himalaya, teje su personalidad con los matices de varios mundos más. Su corazón bipolar es mitad indio y mitad tibetano. A veces nómada, a veces sedentario. Parte mongol, parte caucásico. Antes monarca, hoy republicano. Devoto a Shiva, pero también a Buda... Compleja cohesión cultural, en la que conviven más de 100 grupos étnicos y se hablan más de 90 lenguas.

 

El ombligo de Asia desarrolla un carácter sin igual, como su bandera: la única en el mundo que no es rectangular.

 

“Te or coffee?”  Una voz amable, con ojos de almendra, logra que me despegue de la ventanilla. Son los últimos minutos de calma antes del caos. Migración. Colas. Sello en el pasaporte. Recoger la mochila. Golpetazo de aire denso, caliente. Taxi sin taxímetro. Pagar rupias de más. Lluvia a raudales. Tráfico. Ruido. Gente, mucha gente. Welcome to Katmandú.

      

TRAS LA HUELLA DE LOS HIPPIES

 

Extiendo el mapa con las dos manos. Sorbo el té que huele a cardamomo y canela. Trazo la ruta. Intento ubicarme, pero no lo consigo. ¿Dónde quedó el norte? Ya, me da igual. Cedo en la inútil batalla contra mi sentido de la orientación y decido vagabundear sin rumbo por las calles de la estridente capital.

 

Una dentadura postiza me sonríe desde la vitrina. Y otra. Una más. La calle está repleta de aparadores con dientes y muelas. Sonrientes letreros anuncian clínicas de dentistas locales y hasta ofrecen empastes de oro en promoción especial. Esta calle es un agasajo. En la plaza del fondo hay un trozo de madera, viejo y retorcido, en el que aparece nada más y nada menos que el Dios del Dolor de Muelas. Cientos de clavos y monedas recuerdan la presencia de sus fieles, que agradecen el alivio del incómodo malestar.

 

En un país tan profundamente espiritual, no es rareza que las muelas tengan un santuario especial. Los nepalíes son capaces de reconocer la divinidad en todo lo que los rodea. Delicadas ofrendas se presentan a diario para contentar a los dioses, que habitan en grandes templos o en pequeños montones de piedra, desfiguradas por la devoción, al final de una calle cualquiera.

 

Katmandú es un museo viviente. Deambular por sus calles es estremecedor. Presente y pasado conviven de forma natural. Estatuas, con más de mil años de historia, se usan para tender la ropa. El mercado se instala, ¿por qué no?, en las escaleras de un templo del siglo XV. Los tesoros de esta tierra no se exhiben con luz tenue, se disfrutan en la calle, entre tiendas de latón y de especias.

 

Asan Tole marca el inicio de una zona fascinante y animada. Ahí confluyen los dos pilares de la vida nepalí: comercio y espiritualidad. Mercados atestados de productos y gritos de marchantes se mezclan con plegarias, transeúntes y devotos que frecuentan el templo de Annapura o el santuario de Ganesh.

 

Unos ojos terribles me miran sin compasión. Es Bhairab, la manifestación más temible de Shiva que, con sus afilados colmillos y tres pares de brazos armados, me da la bienvenida a la Plaza Durbar, en el corazón del casco antiguo.

 

Aturdida y engentada me refugio en las faldas del templo Maju Deval, sus tres tejados ascendentes parecen acercarme al cielo. Desde este, ahora fresco y apacible, rincón privilegiado siento el latir de la ciudad. Añejas calles de ladrillo rojo. Coches, perros, bicis, gente. Flores, frutas. Niños jugando fútbol. Shadus practicando yoga. Hombres charlando en cuclillas. Mujeres en saris impresionantes. Un constante ir y venir que no deja de palpitar.

 

Camino por esta plaza, gigante, declarada por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, entre templos y esculturas de los siglos XVII y XVIII. Pero lo que más me sorprende, no sólo por su belleza sino por lo que alberga dentro, es la Casa de la Kumari, donde habita la Diosa Viviente: una niña, de la casta newar de orfebres, elegida por sus virtudes tras un complejo ritual, se convierte en la deidad venerada, por budistas e hinduistas, hasta que llegue a la pubertad y se transforme, de nuevo, en una mortal cualquiera.

 

Sigo la ruta. Encrucijada de caminos que no lleva a ninguna parte. Un cerdo me mira y vuelve a escarbar la basura. Paso por una escuela, por una botica, por un pozo. Paso por  una barbería, por una vieja imprenta, por un cibercafé… ¿Por un cibercafé? Debo estar llegando a Thamel: un barrio dedicado a los turistas.

 

Baratijas y recuerditos. Agencias de viaje. Equipo de montaña “made in China”. Restaurantes de comida japonesa. Libros fotocopiados que no pagan derechos de autor. Hoteles sin cartel. Inciensos. Collares. Textiles. CD´s de música tibetana. Escurridizos vendedores de artesanía barata y decenas de turistas novatos, divertidamente acosados por el “professional tourist guide”. Ni rastro queda de aquel mítico Katmandú que en los años 60 sedujo a los hippies de todo el mundo con su virginal autenticidad.

      

ESTAMPA MEDIEVAL

 

Vuelta para un lado, vuelta para el otro: 03.00 am. No puedo dormir. Vuelta y vuelta, dan las cinco. Que desesperación, no he pegado el ojo. Maldito jet lag. Salgo de la cama: ojo hinchado, aliento de dragón. Deambulo por el cuarto del hotel. Abro la ventana y wow… ¡Se hace la magia!

 

Una anciana, con los talones tatuados y las arrugas dignamente marcadas, camina sin prisa por la calle oscura. Viste un sari rojo con destellos dorados. En la mano una bandeja, de cobre. Lleva flores, arroz y dulces, cubiertos con delicadeza. Se acerca a un rincón. Se inclina respetuosamente y deposita una ofrenda. Se coloca una flor en la cabeza y sigue su camino, pausado. Hombres, mujeres y niños van llegando, poco a poco, y la escena se repite, casi igual, una y otra vez.

 

Todos los días, al amanecer, los fieles hindúes despiertan a sus dioses con este ritual, de belleza indescriptible, llamado puja.

 

Emocionada y sin sueño me pongo los tenis, me lavo la cara y bajo corriendo la escalera. Quiero saber más. Sigo a los devotos en su armónico peregrinar cotidiano. Se van deteniendo, para alegrar a los dioses, en lugares insospechados: en una esquina, a media calle, frente a una talla de piedra o en el interior de algún templo. Encienden una vela o tocan una campana, se marcan la frente con polvo rojo y vuelven a casa con la bandeja repleta de bendiciones.

 

Bhaktapur enamora con su aire medieval y su estilo de vida apacible, atemporal. A tan sólo 14 kilómetros de Katmandú, destila un ambiente mágico, de pureza abrumadora, donde se conservan casi intactas las tradiciones. Es la tercera ciudad más grande del Valle, pero aquí las prisas pierden totalmente el sentido.

 

Una ciudad libre de tráfico, donde las distancias se miden en horas, el agua se trae de los pozos y, al finalizar la cosecha, los granos de arroz se secan al sol, esparcidos por todo lo ancho de plazas, calles y escalinatas. 

 

La Plaza Durbar, declarada Patrimonio de la Humanidad, es incluso mayor que la de Katmandú y se puede recorrer más tranquilamente. Puestos de mercado llenan la escena de color y exóticos sabores. Juguetes traídos de China, sandalias, ropa, medicinas y aparatos eléctricos nos recuerdan la, ya caduca, importancia de este punto en la ruta comercial hacia el Tíbet.

 

¡Hay tanto que ver! Lo mejor es guardar el mapa y dejarse guiar por la curiosidad. El Palacio Real, la Puerta Dorada, la Galería Nacional, las diversas plazas, templos y esculturas que salpican el recorrido no decepcionarán al viajero.

 

La Plaza de los Alfareros está colmada de vasijas secándose y talleres de artesanos, que transmiten conocimientos milenarios de generación en generación. Un arte digno de ser admirado, y preservado. La blancura del Himalaya rivaliza con el rojo intenso de la Plaza Taumandhi. Me sorprenden los 5 niveles del templo Nyatapola: el más alto de Nepal y uno de los más importantes legados de la arquitectura newar.

 

Rechina la madera. Escaleras infinitas me conducen al edén. Cerveza fría. Mesa en la terraza. Y, de postre, las mejores vistas del Valle y de la ciudad. Los acogedores cafecitos de las azoteas son, sin duda, el lugar ideal para pasar las horas.

 

Un rebaño de cabras cruza torpemente la calle. Dos señoras conversan con cestas repletas de hierva. Lana recién teñida, con colores muy vivos, se pone secar en la esquina. El carnicero destaja la vaca a un lado de la plaza. Un grupo de hombres toca la flauta. Los niños montan el elefante de piedra que custodia un templo.

 

El cielo se viste de estrellas. Improvisados puestos de comida callejera tintinean entre velas. Risas y bullicio transitan por el aire creando un ambiente especial. Camino de vuelta al hotel. Dientes, pipi y a la cama. Caigo rendida.

      

A ORILLAS DEL RÍO SAGRADO

 

A 6 kilómetros de la capital, bañado por las aguas del sagrado río Bagmati, se encuentra Pashupatinath: el complejo hindú más importante de Nepal, declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad.

 

Un lugar poderoso, cargado de antagonismo, donde la vida y la muerte se celebran por igual. Rituales tántricos, piras funerarias, baños ceremoniales, emotivas ofrendas… Eros y Tánatos navegan de la mano por las profundidades de este río, hermano siamés del emblemático Ganges. 

 

Se respira solemnidad. Una columna de humo sube dignamente hacia el cielo. Alrededor sólo familiares cercanos. Las brasas arden esparciendo un olor penetrante, agridulce: la muerte se transforma en vida, o viceversa. Las cenizas se entregan al río. Ofrendas florales y velas salen a su encuentro. Es el viaje hacia a la reencarnación. Una escena cotidiana, llena de misticismo, que atrae a shadus, devotos y peregrinos de todo el país.

 

Los viajeros pueden acceder al complejo, caminar entre templos, escalinatas y jardines o sentarse al otro lado del río para observar las cremaciones en los ghats, pero la entrada al templo principal, dedicado a Shiva, es permitida sólo a los practicantes hindúes.  Hay que recordar que éste, además de ser un sitio sagrado, es un recinto funerario, con lo que el sentido común y el respeto son prioridad. 

 

Es imposible no cuestionar la propia existencia en un entorno así. Necesito aire fresco. Un paseo de 20 minutos por el fértil Valle de Katmandú me conduce, entre alegres poblados y tupidos arrozales, a Bodhnath.

      

PEQUEÑO TIBET EN EL CORAZÓN DE NEPAL

 

Una especie de muralla resguarda el lugar: son casas, templos y comercios que nacieron en el perímetro de esta fascinante plaza circular. En el centro, por supuesto, se encuentra la estupa budista de Bodhnath, la mayor de Nepal y una de las más grandes del mundo, declarada Patrimonio de la Humanidad en 1979.

 

La cultura tibetana está profundamente arraigada, y libre de restricciones, en este pequeño rincón de Nepal. Lejos de la ocupación china, que provocó el exilio de miles de tibetanos, las tradiciones se preservan casi intactas.

 

Se respira paz. Banderas de colores murmuran plegarias al viento. Ruedas de oración giran sin cesar al paso de peregrinos. Mujeres, con rasgos tibetanos, portan orgullosas la ropa tradicional. Cientos de personas, como agujas de reloj, circunvalan el templo. Algunos hacen postraciones rituales, otros pasan ágilmente las 108 cuentas de su Mala, el rosario tibetano que usan para contar mantras. Hay monjes por todas partes.

 

Me uno al peregrinar colectivo y camino, lentamente, entre la multitud. Me dejo hipnotizar por el “Om Mani Padme Hum” (mantra de la compasión), que resuena silenciosamente por todos lados. Tras varias vueltas alrededor del templo, y una refrescante incursión en su interior, me instalo en una terraza vecina para disfrutar el atardecer y probar los tradicionales momos. Los ojos de Buda, que todo lo ven, me observan sin parpadear desde lo alto de la estupa.

 

Toma nota: cada noche de luna llena se realiza una ceremonia bellísima. La estupa se ilumina con miles de lámparas de aceite, que se instalan en todo el perímetro para ser encendidas por monjes, peregrinos y turistas.

       

HACIA EL TECHO DEL MUNDO

 

Tras la visita a Bodhnath un deseo irracional de recorrer el Tíbet se apodera de mi. Cuando me doy cuenta ya voy de Katmandú a Lhasa. Sin tiempo de preparar el viaje, compro lo que encuentro: una guía (fotocopiada), una chamarra (imitación Notrh Face) y un sandwich (supuestamente de jamón). Me divierte improvisar. 

 

Abordo el autobús que va hasta la frontera. Saco la cara por la ventana, el aire fresco me hace sentir aún más viva. La carretera serpentea entre paisajes de vértigo: Nepal revela su rostro más rural.

 

Cuatro horas después aparece Kodari, el último pueblo nepalí antes de cruzar. El autobús se detiene en un sitio sin ambiente fronterizo. A medio kilómetro, un puente conecta dos montañas, barrancosas, entre las que se despeña, salvaje y rabioso, el río Bhote. Es el Puente de la Amistad: la frontera entre Nepal y China.

 

Sin muchas explicaciones nos bajan del autobús, maleta en mano, y nos instalan, cual borregos, en un restaurante junto al río. Al rato llega un hombre, delgadito, con facciones tibetanas y grita mi nombre. Con su inglés rudimentario deduzco que se llama Tor Chi y que es el conductor del jeep que me llevará hasta Lhasa.

 

Me presenta a la familia canadiense con la que compartiré el coche. Caminamos los 500 metros que nos separan del puente, entre niños que se empujan para cargar las maletas y embucharse un par de rupias. Esto ya es tierra de nadie.

 

En medio del puente una raya roja marca la frontera entre dos mundos. Esto es irreal. ¡Si es tan sólo una línea roja pintada en el suelo! ... ¿Ya está, la cruzo, es todo? No, no, no, nooo… esto es sólo el inicio de mi pequeña pesadilla personal. A 8 kilómetros del puente hay 3 puestos fronterizos repletos de militares chinos armados hasta los dientes.

 

“Passport please”.Entrego el pasaporte. Mirada 57. Tensión en el aire. Lo toca. Lo gira. Lo analiza. Me vuelve a mirar. Llama por teléfono. Viene un militar, me saca de la fila, me escolta a un cuartito. Se lleva el pasaporte. Me sermonea en mandarín. No entiendo na-da. Pido un traductor. No lo trae. Me deja ahí, sentada, petrificada, con mi cara de what y las manos escurriendo sudor. ¿Pero qué les pasa?

 

En una pantalla, enrome, está mi pasaporte escaneado. Lo amplifican más y más. Discuten. Llaman. Pasan los minutos que parecen horas. Lo revisan, ahora, con una lupa. Se acerca una mujer, militar, apenas sabe inglés. Me explica que estoy ahí porque mi pasaporte es falso… ¿Que qué? Se me cae el mundo encima. Taquicardia. Impotencia. Desesperación. ¡Claro que no! 

 

Los jefes van y vienen, igual que las llamadas. Me piden identificaciones y tarjetas de crédito. Hacen preguntas muy extrañas. Revisan mi boleto de vuelta a México y al final, tras un pequeño infierno, me dejan pasar.  

 

Tor Chi y los canadienses, preocupados. Yo pálida, sin habla. Nos subimos al coche y comienza la aventura: 5 días recorriendo carreteras ascendentes, vertiginosas, que casi rozan el cielo.

 

El paisaje se transforma, la vegetación desaparece. Banderas de oración ondean en los pases de montaña, algunos con más de 5.000 metros. El campo base del Everest se encuentra a unos pasos. Vomito sin parar, me duele la cabeza: se llama mal de altura, pero se me quita al día siguiente sin dejar huella.

 

Nubes aborregadas. Ríos. Cumbres infinitas. Nómadas ataviados con coral y turquesa. Grandes caravanas de yak. Lagos de un azul exageradamente intenso. Pueblos tradicionales. Preciosos vestidos. Abrigos de piel de yak. Monasterios que huelen a incienso. Pinturas murales. Thangkas. Libros en sánscrito. Monjes en túnicas color azafrán. Melódicos mantras. Velas de mantequilla. Noches muy frías. El recorrido es fascinante.

 

EL PODER DE LAS PEQUEÑAS COSAS

 

Pego la cara a la ventana, necesito estar más cerca. Quisiera retener esta imagen, pero el Himalaya se desvanece, inevitablemente, entre las nubes. Cuánta intensidad. Una lagrimita, imprudente, emocionada, salta al vacío. Es hora de volver.

 

Llegué buscando “la gran aventura” y, en realidad, lo que me llevo son miles de pequeñas cosas, diminutas, cotidianas, sorprendentes, que se me quedan tatuadas en la piel. Miradas, sonrisas, encuentros. Sonidos, olores, texturas. Un cachito de India, otro de Tíbet y varios matices de Nepal. Banderas de oración. Olor a mantequilla de yak. Saris de cien colores. Mantras. Pujas. Imágenes. Instantes. Personas. Paisajes. Momentos que no volverán. Allá dejo los nervios del primer día y el temor ante lo desconocido. Vuelvo, con la maleta repleta de experiencias…

 

“Te or coffee?” esta vez es una paisana, de ojos tapatíos, la que me recuerda que falta poco para aterrizar. Welcome to reality.

 


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